El invierno de 1995 en Río Gallegos fue uno de los más fríos en los últimos 100 años. Las bajas temperaturas y los temporales de nieve causaron grandes pérdidas humanas y económicas, y durante los meses de julio y agosto se produjeron nevadas y tormentas de nieve acompañadas de fuertes vientos. Se produjeron cortes de ruta, así como también el corte en los pasos fronterizos con Chile, y paralizó totalmente sus actividades.
El viento que despeinaba, tumbaba ancianas en las esquinas o golpeaba a diario las calles de la ciudad había desaparecido sospechosamente por unos instantes, y el sol había salido. Todo hacía suponer que esa tarde iba a ser ideal para estar al aire libre.
María José, una pequeña de nueve años, salió del colegio pensando sólo que dentro de una semana iban a comenzar sus vacaciones, y mientras que divagaba percató que el día estaba perfecto para salir con sus amigas a pasear por la costanera local. El sol estaba tan fuerte que hacía picar la piel, y mientras se escurría por todos los rincones, se sentía una sensación de calor que pocas veces percibida.
A la a una de la tarde, el papá la fue a buscar a la escuela y almorzaron junto con su madre en su casa porque ellos tenían planeado ir a pescar. Estaba todo preparado y de repente el cielo se opacó, tomó un color oscuro muy raro, y el sol que enceguecía estaba cubierto. Se levantaron ráfagas de viento que llegaron a los 180 kilómetros por hora que frustraron la salida. En el noticiero local recomendaban no salir de las casas porque era muy peligroso, la policía ya habían registrado la voladura de techo de dos viviendas. Les alarmó la noticia, pero para no aburrirse en su hogar se pusieron a jugar a las cartas y tomar mate.
El mirar por la ventana daba una sensación de estar adentro de un torbellino, ni siquiera se distinguían las casas de sus vecinos. Era tan potente el viento que azotaba, que cuando golpeaba las ventanas de la casa por un momento se sentía que eran piedras. El cielo seguía feo y negro, o eso era lo que María José podía percibir. Petrificada mirando la calle, se acordaba que en la escuela una vez le habían dicho que el viento no se veía, pero que poco sustento tenía en ese momento la enseñanza de su profesora de geografía, esa tarde ella sí las había visto: eran blancas, gruesas y se habían apoderado de la ciudad, todo parecía ser la escenografía de una película de terror de Hollywood.
Cayó la noche y nada había cambiado. Se percibía tanto temor en la niña, y aunque no se demostraba, con sus dos hermanas, Patricia y Alida, se quedaron despiertas mirando la televisión para opacar el sonido del aire. A las tres de la mañana había silencio y quietud. ¿Pasó un ángel? No, el viento había cesado después de casi trece horas soplando. Salieron a la vereda de la casa porque las atrajo una luz muy brillante que traspasaba las cortinas del living. Lo que hostigó toda la tarde a Río Gallegos había desaparecido y a cambio, dejó ver una luna que estaba rodeada por una especie de arco que despedía rayos luminosos muy fuertes. Todo estaba muy quieto hasta que de repente comienzan a caer copos de nieve, que en diez minutos, y sin exagerar, ya tapaban casi la mitad del cerco de la casa.
Sin despertar a sus padres y con la calle desierta, se quedaron jugando en la nieve y a la media hora entraron porque les ganó el sueño y el frío, igual sabían que al día siguiente continuarían lo que habían empezado esa noche.
Se despertó a las nueve de la mañana, y le llamó la atención que su mamá no la haya despertado para ir al colegio. Fue hasta la cocina sin saber o sospechar lo que había pasado durante la noche en que ella dormía. Le causó gracia ver a sus padres sacando la nieve que había entrado en la casa, aunque no entendía por qué había sucedido. Corrió hasta la puerta del frente y se topó con una pared blanca con matices turquesas que intentó derribar, pero no pudo ya que no era hueca. Sin preguntar que había pasado, se coló por un hueco que había en la ventana continua a la puerta de entrada, y sorpresa fue para ella ver a toda su calle tapada de nieve, sólo se podían percibir algunos techos o ventanas. No estaba en su imaginario tener que abrir una puerta y ver paredes de nieve, ni mucho menos tomar una pala o lo que fuera para ir construyendo un túnel blanco para poder pasar.
Clases suspendidas, servicios cortados, autos sin funcionar, y sólo gente caminando por el medio de la calle o saltando techos ya que eran los lugares más libres para circular. Ese invierno Río Gallegos había amanecido tapado en nieve, y todos los que lo vivieron lo recuerdan aun porque fue la última vez que nevó en la ciudad.
El viento que despeinaba, tumbaba ancianas en las esquinas o golpeaba a diario las calles de la ciudad había desaparecido sospechosamente por unos instantes, y el sol había salido. Todo hacía suponer que esa tarde iba a ser ideal para estar al aire libre.
María José, una pequeña de nueve años, salió del colegio pensando sólo que dentro de una semana iban a comenzar sus vacaciones, y mientras que divagaba percató que el día estaba perfecto para salir con sus amigas a pasear por la costanera local. El sol estaba tan fuerte que hacía picar la piel, y mientras se escurría por todos los rincones, se sentía una sensación de calor que pocas veces percibida.
A la a una de la tarde, el papá la fue a buscar a la escuela y almorzaron junto con su madre en su casa porque ellos tenían planeado ir a pescar. Estaba todo preparado y de repente el cielo se opacó, tomó un color oscuro muy raro, y el sol que enceguecía estaba cubierto. Se levantaron ráfagas de viento que llegaron a los 180 kilómetros por hora que frustraron la salida. En el noticiero local recomendaban no salir de las casas porque era muy peligroso, la policía ya habían registrado la voladura de techo de dos viviendas. Les alarmó la noticia, pero para no aburrirse en su hogar se pusieron a jugar a las cartas y tomar mate.
El mirar por la ventana daba una sensación de estar adentro de un torbellino, ni siquiera se distinguían las casas de sus vecinos. Era tan potente el viento que azotaba, que cuando golpeaba las ventanas de la casa por un momento se sentía que eran piedras. El cielo seguía feo y negro, o eso era lo que María José podía percibir. Petrificada mirando la calle, se acordaba que en la escuela una vez le habían dicho que el viento no se veía, pero que poco sustento tenía en ese momento la enseñanza de su profesora de geografía, esa tarde ella sí las había visto: eran blancas, gruesas y se habían apoderado de la ciudad, todo parecía ser la escenografía de una película de terror de Hollywood.
Cayó la noche y nada había cambiado. Se percibía tanto temor en la niña, y aunque no se demostraba, con sus dos hermanas, Patricia y Alida, se quedaron despiertas mirando la televisión para opacar el sonido del aire. A las tres de la mañana había silencio y quietud. ¿Pasó un ángel? No, el viento había cesado después de casi trece horas soplando. Salieron a la vereda de la casa porque las atrajo una luz muy brillante que traspasaba las cortinas del living. Lo que hostigó toda la tarde a Río Gallegos había desaparecido y a cambio, dejó ver una luna que estaba rodeada por una especie de arco que despedía rayos luminosos muy fuertes. Todo estaba muy quieto hasta que de repente comienzan a caer copos de nieve, que en diez minutos, y sin exagerar, ya tapaban casi la mitad del cerco de la casa.
Sin despertar a sus padres y con la calle desierta, se quedaron jugando en la nieve y a la media hora entraron porque les ganó el sueño y el frío, igual sabían que al día siguiente continuarían lo que habían empezado esa noche.
Se despertó a las nueve de la mañana, y le llamó la atención que su mamá no la haya despertado para ir al colegio. Fue hasta la cocina sin saber o sospechar lo que había pasado durante la noche en que ella dormía. Le causó gracia ver a sus padres sacando la nieve que había entrado en la casa, aunque no entendía por qué había sucedido. Corrió hasta la puerta del frente y se topó con una pared blanca con matices turquesas que intentó derribar, pero no pudo ya que no era hueca. Sin preguntar que había pasado, se coló por un hueco que había en la ventana continua a la puerta de entrada, y sorpresa fue para ella ver a toda su calle tapada de nieve, sólo se podían percibir algunos techos o ventanas. No estaba en su imaginario tener que abrir una puerta y ver paredes de nieve, ni mucho menos tomar una pala o lo que fuera para ir construyendo un túnel blanco para poder pasar.
Clases suspendidas, servicios cortados, autos sin funcionar, y sólo gente caminando por el medio de la calle o saltando techos ya que eran los lugares más libres para circular. Ese invierno Río Gallegos había amanecido tapado en nieve, y todos los que lo vivieron lo recuerdan aun porque fue la última vez que nevó en la ciudad.
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